04 de mayo del 2012

El diálogo entre la PUCP y el Arzobispado

Por: Rogelio Llerena, Docente

La exhortación de los Obispos delegados de la Conferencia Episcopal Peruana ante la Asamblea Universitaria de la Pontificia Universidad Católica del Perú, para que se reinicie el diálogo, incluye el franco reconocimiento de «la significativa y noble tarea formativa de la Pontificia Universidad Católica del Perú con varias generaciones de Peruanos», y exterioriza la buena voluntad de un sector significativo de la Iglesia hacia la PUCP y la función formativa que viene cumpliendo desde 1917, durante casi un siglo. El reconocimiento explícito de los señores Obispos, que tienen la nueva experiencia de dos sesiones en la Asamblea Universitaria, no solo es valiente sino objetivamente lúcida. En realidad bastaría con este reconocimiento, para entender que lo que nuestra Universidad ha hecho y lo que significa, está dentro del sentido profundo de su catolicidad, espíritu, que como hemos venido sosteniendo expresamente desde mucho tiempo atrás, está ya incluido en el Estatuto vigente, originalmente aprobado por la Asamblea Estatutaria de 1984, presidida por el R.P. Felipe Mac Gregor S.J., entonces ex–Rector, con la participación de no pocos representantes de la Iglesia peruana, entre ellos Monseñor José Dammert Bellido. La PUCP siempre ha acogido de buena fe la participación de la Iglesia en un diálogo enriquecedor para ambas partes: razón y fe nunca se entendieron como excluyentes en la búsqueda permanente de la verdad. Así lo comprendieron los Ordinarios de la Diócesis de Lima, y los señores Obispos que durante muchos años integraron la Asamblea Universitaria, órgano máxima de gobierno universitario, quienes en coherencia con sus ideas y doctrina fundamental, nunca objetaron las acciones que en uso de su autonomía, es decir, de su libertad, decidió la institución, siempre atenta a su responsabilidad ética y social.

Una de esas decisiones fue precisamente la incorporación temprana a la estructura de la Universidad de la función de Gran Canciller, señalando que las atribuciones de dicho cargo serían ejercidas por el Arzobispo de Lima. El Arzobispo de Lima, no como Arzobispo, autoridad jerárquica de la Iglesia, en la Universidad, sino como Gran Canciller de la Universidad, para ejercer la presidencia de honor de la institución. La fórmula, adoptada respondió a un acto de voluntad libremente concebido y ejecutado como una de las formas posibles de relación de buena voluntad con la Iglesia pensante, dentro de la universalidad de la búsqueda del saber humano. La institución entendió que la persona que mejor podía representar el pensamiento católico en sus valores nucleares sería la que ejerciera el Arzobispado de Lima. Los derechos consecuentes se derivan, pues, de la voluntad creadora de la Universidad y no de un derecho antecedente, pues la Universidad Católica, posteriormente Pontificia, no fue fundada por la autoridad eclesiástica sino por la voluntad privada. El derecho otorgado, no derivado de un acto declarativo que reconociera un derecho preexistente, sino de un acto constitutivo basado en la autonomía de la voluntad institucional, ha confirmado y solidificado, por el hecho mismo de su adopción, la autonomía universitaria de la PUCP, en tanto persona jurídica de derecho privado peruano y universidad peruana sujeta al derecho peruano, en territorio bajo la soberanía del Estado peruano. La incorporación invitaba a una participación tan amplia como el pensamiento inteligente y la buena voluntad de la Iglesia, pero no se sometía a la voluntad de ninguna estructura de poder externa, por más estimable que ella fuera. El solo pensamiento y la palabra pueden ser muy poderosos e influir en las decisiones de la estructura de gobierno, pero las decisiones formales de la autoridad de una institución distinta, tienen su propia génesis y sus propios caminos de validez. Autonomía es no dependencia, y participación no es dominio, aun en el campo canónico no dogmático. Estos asuntos han estado siempre en el núcleo mismo de la reflexión universitaria.

Hasta que sobrevino, pensémoslo así, un gigantesco malentendido, de orden político–administrativo y no doctrinario, por parte de la estructura del poder eclesiástico humano: malentendido claramente demostrado por el reconocimiento de los señores Obispos delegados de la Conferencia Episcopal Peruana («la significativa y noble tarea formativa −dicen− de la Pontificia Universidad Católica del Perú»), lo que constituye, en el fondo de las cosas, una rectificación frente al alud de ataques y excesos de todo orden que se desataron injustamente contra la PUCP, que todos conocemos y que ha reconocido el propio Arzobispo de Lima.

Una nueva etapa en el diálogo puede abrir las puertas a un futuro menos complicado y quizá más diáfano, para el que el borrador de acuerdo preexistente, ahora convertido en simple aproximación inicial, ha de entenderse como lo que es: un primer trazo tendiente a una conciliación de perspectivas, destinado per se a ser rectificado a la luz de los nuevos acontecimientos sobrevenidos y de nuevas ideas que puedan ser adoptadas por la Universidad a través de la Asamblea Universitaria, sin arriesgar futuros conflictos y sin comprometer controles externos que vayan más allá de auditorías tan transparentes como sea posible, con participación de la jerarquía eclesiástica, si se considera adecuada como garantía de ecuanimidad.

Creo que nunca nuestra comunidad universitaria ha estado más unida que ahora, en el convencimiento de nuestra autonomía y en la voluntad de seguir siendo católica y pontificia, dentro de la razonabilidad, el entendimiento y el respeto mutuos. De allí el debate encargado al Rector, en procura de una relación satisfactoria, coherente con los fines propios más elevados de quienes son, ´antes que nada Universidad´, la PUCP, y, ´antes que nada, entidad Católica´, la Iglesia, sin exclusividades que las haga incompatibles. Claro que hay diferentes énfasis en una comunidad pensante, pero eso no la escinde, como algunos quisieran entender. ¿El que no coincide totalmente conmigo está contra mí y yo contra él? En el espacio de muy pocos días estamos viviendo la etapa inicial de todo proceso de pensamiento crítico sobre posibles soluciones: a) comprender la nueva situación en que nos encontramos; b) analizar la única propuesta existente hasta el momento, el preacuerdo; y c) asumir un juicio crítico, pues para eso ha sido comunicado. Es perfectamente lógico que así haya sido y venga siéndolo: primero análisis y contrastación de lo que hay, lo evidentemente más urgente frente a un proceso que podía y puede tornarse en vertiginoso. Ahora debe abrirse una segunda etapa: ¿es posible encontrar otras formas alternativas de relación con la Iglesia? ¿Serían aceptadas por el Arzobispado? Racionalidad y esperanza se alimentan mutuamente. El esbozo original (cualquier acuerdo correspondía a la Asamblea), llegó hasta donde fue posible en la contrastación. Las dificultades nadie puede ponerlas en duda: la tarea encomendada al Rector era poco menos que una misión imposible, y ha trabajado con denuedo. Después de la ruptura por la otra parte, si el restablecimiento del diálogo se concretara, es razonable que la experiencia inmediata nos lleve integralmente a un nuevo proceso de acercamiento no constreñido por más plazos que los de la buena voluntad.

El asunto del desistimiento de las acciones y pretensiones de los juicios en que las circunstancias, y el absurdo jurídico irredento de algunos jueces, han envuelto a la Universidad, forma parte sine qua non de cualquier arreglo entre las partes. Arreglo que, como han declarado lo señores Obispos delegados de la Conferencia Episcopal, debe «ofrecer caminos de solución integral para los ansiados objetivos de paz que todos urgimos y anhelamos». Solución integral que no debiera reducirse a incluir todos los extremos del conflicto inmediato, sino fundamentalmente a apoyar lo que hay, y profundizar y girar hacia la colaboración en el estudio y el diálogo entre fe y razón, con todos sus supuestos y consecuencias. Amplitud de miras que en definitiva es lo que más importa o debe importar en el confuso mundo global de nuestros días, que navega a la deriva olvidando la verdad y enredándose en modos y procedimientos, frente al cual la Universidad tiene la facultad y el deber de profundizar criterios, orientar y proponer concepciones de ángulo abierto, que integren ideas y modelos, a los que todos, desde nuestras diferentes perspectivas, hemos de contribuir.