A propósito de la Pontificia Universidad Católica del Perú

Por Rosa María Palacios. (La República, 13 de agosto del 2012.)

En mi última columna recordé el Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado peruano. En este, la Santa Sede aceptó en 1980, sin poner condición alguna, su sometimiento a la legislación peruana en cuanto a sus emprendimientos educativos privados. Esperé que se me desautorizara rápidamente por los voceros del Arzobispado que defienden otra posición en relación con la propiedad y el gobierno de la PUCP. Solo hubo silencio.

La única respuesta que recibí es ciertamente correcta, pero no cambia en nada el asunto de fondo. Es cierto que la ley que dio el dictador militar Velasco en 1969 para regular las universidades le reconocía una excepción exclusiva a la Universidad Católica. Se le permitió, para esa fecha, nombrar su rector de acuerdo con el estatuto vigente, el cual incluía al Arzobispado y a la Santa Sede en la decisión. Sin embargo, no excluyó a la PUCP del cumplimiento de ningún otro artículo de la ley y mucho menos el de someterse a la Asamblea como “máximo órgano de gobierno”. La PUCP en 1983, por mandato de la ley en tiempos de Belaúnde –a la que también se sometió la Iglesia al firmar el tratado–, nuevamente realizó una reforma estatutaria que trató de conciliar las disposiciones eclesiásticas con la ley peruana. Debo señalar que por un error consigné solo cuatro universidades privadas para 1969, cuando ya eran doce. Pero la primera universidad particular del Perú fue la PUCP, fundada en 1917. La experiencia nacional en educación superior privada no ha cumplido ni 100 años.

¿Qué es esta Asamblea, causa de las iras santas? El conjunto de profesores, alumnos y representantes de la Iglesia que disponga el estatuto. En el Perú las personas jurídicas se gobiernan a través de sus órganos de gobierno y en cumplimiento de sus estatutos, que vienen a ser su ley interna. Los estatutos definen el nombre, objeto, domicilio, órganos de gobierno, entre otros muchos detalles. En las asociaciones sin fines de lucro, y la PUCP es una, la Asamblea es la única que puede modificar el estatuto. Nadie ajeno a ella puede romper ese pacto social.

El mecanismo de asamblea no permite que una sola persona se haga “dueña” de una colectividad. Este es, creo, el problema central. Los representantes de Arzobispado quieren un poder único de gobierno universitario: el de la Iglesia a través de sus representantes. La PUCP, acogiéndose a la ley peruana, a la que está obligada, no puede, sin caer en la ilegalidad, aceptar esa posición. Tampoco lo puede hacer la Santa Sede porque aceptó someterse a la ley nacional. Por esa razón, el decreto que le quita el nombre a la PUCP no tiene efectos jurídicos en el Perú. Incluso la Cancillería podría protestar por un acto inamistoso de otro Estado que supone el desconocimiento de un tratado.

El genial Carlos Carlín creó un personaje que se llama “la señora Tozzo”, una elegante señora mayor que vive en San Isidro y está llenecita de prejuicios. Además de hacer reír a carcajadas al público por su absoluta desconexión con el país, grita, en medio de su monólogo, “¡Maldito Velasco!”. Su personaje, una caricatura de la realidad, se ha encarnado nuevamente en aquellos que no quieren aceptar que ya pasaron casi cuarenta años y que nuestro país, para bien o para mal, cambió y que, en su momento, ellos aceptaron esos cambios en un tratado.

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